¡Síguenos!Los Martínez Gómez llegaron primero, hace 17 años, y por eso le pusieron a su restaurante El pionero. Arturo e Isabel, los progenitores, se habían propuesto convertir los terrenos desérticos que acababan de comprar a un primo en el Estado de México en “un vergel”. Levantaron una propiedad, llevaron borregos, cerdos y tilapias, plantaron árboles frutales y hortalizas. Lo único que aguanta ahora de aquel proyecto son unas alcachofas que se aferran a la tierra y los cinco hijos de Arturo, fallecido en mayo por covid. La familia negocia desde hace más de un año la venta de la propiedad al Estado, que necesita esos terrenos para construir el principal acceso al futuro Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles. Están sitiados por las obras.
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La vista llega lejos desde las vías del tren que corren en paralelo a El pionero. Entre los terrenos planos brota la construcción de dos pisos con techo a dos aguas, carpinterías rojas y paredes de un amarrillo pálido, casi gris. También sobresalen las grúas y las decenas de camiones que van y vienen, cargan y descargan, en medio de las obras. Como puntos se ven los militares y obreros que trabajan desde hace meses. A kilómetros de ahí apenas se distingue el esqueleto de lo que será la terminal del nuevo aeródromo, un proyecto primordial para este sexenio que el Gobierno prevé terminar a partir de marzo de 2022.
En 2019, las distintas dependencias del Estado que intervienen en la adquisición de predios para las obras del futuro aeródromo —Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena); de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu), e Instituto de Administración y Avalúos de Bienes Nacionales (Insaabin)— empezaron las negociaciones con la familia para comprar la propiedad. Los 13.000 metros cuadrados de la familia son necesarios para concluir las obras, como lo son otras parcelas de la zona. La Sedena ordenó el pasado jueves, por ejemplo, expropiar 109 hectáreas argumentando la “utilidad pública” de la construcción del aeródromo, según consta en el Diario Oficial de la Federación.
La primera oferta que recibió Arturo estaba “muy debajo de lo que les correspondía”, valoró entonces el hombre. Los 200 pesos (unos 10 dólares) por metro cuadrado que le ofrecían no cubrían el sacrificio de tantos años. Arturo trabajaba para construir allí un espacio agroecológico que incluyera incluso un tianguis en la parte delantera para fomentar el comercio local y reunir a la comunidad de San Miguel de Xaltocan, el poblado indígena donde nació. Desde su juventud, el hombre estaba involucrado con el desarrollo de su comunidad, a la que le dedicó crónicas y poemas. “Estación y tránsito / de variados grupos / que por temporadas se aposentaban / unos se iban y otros llegaban”, dejó escrito en uno de sus textos.
Los hermanos aseguran que, tras negarse a entregar los terrenos por ese precio, la familia recibió amenazas de expropiación. Los camiones de las obras empezaron a taparles el paso a la propiedad, el aire se llenó de polvo, recibieron insultos y cada vez se sintieron más incómodos, relatan. Además, surgió un conflicto relacionado con otras parcelas que están en la parte trasera del restaurante, lo que llevó a Arturo, el hombre “luchador” e “idealista” que describen sus hijos, a presentar un amparo. Era octubre de 2019.
Pasaron los meses, llegó la pandemia, cerraron los juzgados y el hombre se cansó e informó a los funcionarios de que vendería a pesar del precio. “¿Qué valor tiene un árbol que llevamos 14 años haciendo crecer?”, pregunta ahora uno de sus hijos, David, de 48 años. A mediados de mayo, se cerró El pionero. Arturo murió por la covid-19 dos semanas después, a los 80 años.
Una diferencia de 500 metros cuadrados
La Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu) defiende que además las negociaciones se dilataron porque “existía una diferencia entre la superficie que hay en la escritura [del terreno] y la que obrara en el catastro del municipio de Nextlalpan”. La incongruencia, según afirma un vocero de la Secretaría, era de 500 metros cuadrados. El proceso para regularizar e inscribir “debidamente” el terreno llevó ocho meses. La familia finalmente pagó el trámite y el impuesto correspondiente, pero hasta el 10 de febrero de este año no se liberó para que se pueda adjudicar a los herederos —un proceso que no ha acabado— y, entonces, venderlo la Secretaría de la Defensa.
La Sedatu asegura que se había “priorizado” la compra de la propiedad, pero por “los importantes retrasos” ya no fue posible. Ahora el Estado impulsa una expropiación “concertada y acordada”, según afirma la secretaría, por la que aseguran que se entregará una indemnización equivalente al precio negociado con los propietarios antes de la muerte de Arturo. Los hijos del hombre, sin embargo, niegan ese acuerdo y aseveran que todavía no han recibido una notificación de la expropiación.
“Ya tienen todos los documentos, ya se entregaron, ¿y ahora nos vienen con que nos quieren expropiar?”, lamenta la esposa de Arturo, Isabel Gómez, de 71 años, sentada en la cocina de El pionero. El negocito, como lo llama ella, todavía conserva la vajilla, un altar y las guirnaldas que animaron el Día de Muertos porque la familia sigue yendo al local. Los dos hijos menores, Alejandro y Luis, de 43 y 27 años, se turnan las noches para proteger la propiedad, y el resto de la familia los acompaña durante la semana. Pero Isabel muestra su cansancio después de más de un año: “Ya que sea lo que Dios quiera. Estamos atorados aquí”.
Adentro del restaurante se escucha el ronroneo monótono de las máquinas que trabajan pegadas al terreno. Tanta demora en resolver la venta ha generado también mucho “ruido” en el pueblo, lamentan los hermanos. “Dicen que ya nos dieron 12 millones, que qué hacemos aquí si ya nos pagaron, en ciertos momentos han manejado cifras estratosféricas que nadie en la vida va a ver, y vivimos en constante zozobra de que secuestren a alguno de mis hermanos pensando que tenemos dinero”, explica la hija, Isabel.
Lo único que quieren es que su madre cobre el dinero y dejar de “estorbar”, porque la familia celebra la construcción del aeropuerto. “López Obrador dijo ‘Benditas redes sociales’, nosotros decimos ‘Bendito aeropuerto”, apunta el mayor de los hermanos, Mario Alberto, de 49 años, en referencia la gratitud que mostró el presidente con esas plataformas que le habían permitido conectar con sus electores y conquistar las urnas en 2018. Pero ellos no quieren quedarse estar en medio y frenar “el progreso”. Fueron los primeros en llegar, pero no quieren ser los últimos en irse.
Información: EL PAÍS